Reducimos la historia de un lugar a una fachada. En algunos casos a modo de escenografías o grandes portarretratos urbanos, de funcionalidad únicamente expositiva. Donde en otros casos se sustrae su contenido para, a modo de carcásas históricas, dar lugar a un nuevo edificio que probablemente no tenga ninguna relación con el espacio anterior ni su imagen exterior. Sostenemos una idea, cierta imagen de identidad arraigada a una pared, comprimimos el tiempo transcurrido frente a estos ladrillos y creemos hacernos con el al dotarle un nuevo valor. Lo protegemos, lo restauramos, lo habilitamos y creemos recuperar el espacio, es más pretendemos integrarlo y contextualizarlo en la nueva ciudad, arrastrar la historia para tras un intenso lavado de cara hacerla nuestra.
Pero estos espacios conservan parte de su vida anterior, poseen su propia memoria existencial que se somete a un nuevo uso, al reciclaje de lugares. Las imágenes del pasado se recontextualizan para reformular la ciudad del futuro.
Es en este tránsito del abandono al reutilizamiento cuando se articula un espacio huérfano. La fachada sola no puede agarrarse a su pasado que ha sido derruido ni al futuro que aún está por venir, transformándose en una mirilla. Más allá de las connotaciones de diferenciación de las fachadas de nuestras residencias, espacio público – privado, espacio social – intimo, estas fachadas funcionan como nexo entre el espacio público y estos no lugares, entre el presente y el recuerdo. La ventana o la puerta entreabierta nos transforma en voayers del recuerdo, nos introduce en un nuevo diálogo con el espacio.